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Capítulo 3
El decaer, la disolución, intrínsecos a la existencia
a. Análisis filosófico de la pérdida, del decaer, como parte de la existencia
El decaer no es un accidente, ni una anomalía del vivir, sino una condición estructural de todo lo que existe. La vida se manifiesta como un ciclo en constante transformación, donde cada instante que florece lleva en sí la semilla de su declive. Esta percepción, aunque muchas veces evitada en el discurso moderno, ha sido el núcleo de las filosofías más profundas. Lo que comienza a ser ya está en camino a dejar de ser. No existe forma que no esté destinada a cambiar, ni experiencia que no contenga en su interior la posibilidad de extinguirse.
La filosofía antigua ya lo intuía. Heráclito afirmaba que todo fluye, que nadie se baña dos veces en el mismo río. El devenir constante, el cambio perpetuo, son leyes que atraviesan el cosmos y también el alma. Y sin embargo, nos aferramos. La mente desea permanencia, estabilidad, repetición. Se aferra a los vínculos, a los objetos, a las ideas, a los estados emocionales, como si pudiera detener el curso de lo que inevitablemente se transforma. Pero es en esa resistencia donde nace el sufrimiento.
Schopenhauer, con su lúcida mirada pesimista, entendió que el querer, ese impulso ciego que empuja toda la vida, genera inevitablemente frustración. Queremos lo que no tenemos, y cuando lo tenemos, tememos perderlo. El ciclo del deseo está atrapado entre la falta y la pérdida. Y ambas nos confrontan con la insatisfacción. Lo que se busca parece siempre escapar. Y lo que se encuentra no permanece. En ese contexto, el decaer se vuelve símbolo del límite de la voluntad: no podemos controlar el flujo de la existencia.
Pero en lugar de huir de esa verdad, podemos mirarla. Podemos permitirnos habitar el decaer como experiencia filosófica, como oportunidad de apertura. Lo que cae no desaparece sin más: revela. La caída deja ver lo que estaba oculto. La disolución de una forma puede traer a la luz lo que la sostenía. Es en el derrumbe donde muchas veces aparece la verdad que no se atrevía a emerger.
Envejecer, perder, cambiar, dejar ir: todos estos procesos son parte del aprendizaje más profundo. No se trata de resignación, sino de una aceptación lúcida que permite transitar la vida sin quedar atrapados en la ilusión de que algo podría durar para siempre. Quien comprende la naturaleza cíclica de la existencia comienza a ver la belleza en lo que se va. Agradece lo que fue sin exigir que se quede. Esa gratitud serena es una forma elevada de sabiduría.
El cuerpo mismo se vuelve testigo de esta ley. El tiempo lo transforma, lo desgasta, lo modifica. Pero en esa transformación también se ofrece otra posibilidad: la de volver la mirada hacia lo que no cambia, hacia la conciencia que presencia. La identidad profunda no se define por lo que retiene, sino por lo que puede ver partir sin perderse en la partida.
Aceptar el decaer no implica renunciar a la alegría, sino abrirse a una forma de alegría más libre, más despojada. Una alegría que no depende de poseer ni de prolongar. Es la alegría de estar, de ser, de compartir el momento sin exigirle eternidad. En ese sentido, el decaer se vuelve maestro. Nos recuerda que todo lo que se aferra se vuelve peso, pero lo que se suelta puede volverse ligereza.
Esta filosofía del declive, lejos de ser pesimista, es profundamente liberadora. Porque nos reconcilia con la fragilidad, nos devuelve a una humanidad sin pretensión, donde el alma puede descansar sin lucha. Vivir sabiendo que todo pasará es, paradójicamente, el único modo de estar plenamente presentes.
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b. Análisis simbólico del decaer y la pérdida como parte de la existencia
La simbología del decaer ha sido expresada desde tiempos antiguos a través de imágenes poderosas, que no solo representan la pérdida, sino que permiten experimentarla desde una dimensión más profunda y transformadora. En el lenguaje del tarot, por ejemplo, el Cinco de Copas condensa la escena del duelo. Una figura encapuchada, solitaria, observa con tristeza tres copas derramadas ante sí, ignorando las dos que permanecen intactas detrás. El símbolo revela una experiencia universal: la fijación en lo que se perdió ciega la percepción de lo que aún está.
Ese gesto arquetípico encarna la naturaleza de la mente en duelo. El sujeto, atrapado por la ausencia, deja de ver la presencia. La mirada se vuelve estrecha, melancólica, simbólicamente replegada. Pero el símbolo no es solo espejo de la tristeza: es también indicación de un tránsito. El puente que se insinúa en el fondo del paisaje, y el castillo o refugio más allá, señalan que existe un camino, una posibilidad de integración. El duelo, si es transitado con conciencia, se transforma en apertura.
Otro símbolo poderoso es el Colgado. Suspendido boca abajo, voluntariamente detenido, el Colgado representa la inversión de valores. Allí donde el mundo ve fracaso, el alma puede ver revelación. El decaer, en esta imagen, no es solo caída: es suspensión, silencio, rendición. El ego deja de luchar y aprende a esperar. Esta espera no es pasiva, sino fecunda. Se abre un espacio interior donde la conciencia puede madurar sin las presiones del hacer ni las urgencias del tener.
El Colgado encarna también el tránsito por el bardo, ese estado intermedio que en el budismo tibetano conecta la muerte con el renacimiento. Es un momento sin forma, donde todo lo conocido se ha desvanecido, pero aún no ha surgido lo nuevo. En ese intervalo, si el alma no huye, puede transformarse. La caída, entonces, se vuelve condición para el surgimiento de una mirada más profunda, más verdadera.
Desde la alquimia, este proceso se reconoce como nigredo: la etapa negra de descomposición. El yo, como estructura rígida, debe disolverse para que emerja una nueva forma más integradora. Jung comprendió este tránsito como parte esencial del proceso de individuación. No hay iluminación sin descenso. El alma debe bajar, mirar sus sombras, perder sus ilusiones. Solo así puede hallar su centro.
En lo simbólico, la ruina se transforma en santuario. Aquello que se derrumba deja expuesto lo esencial. Las grietas no son fallas: son pasajes. El arte japonés del kintsugi repara con oro las cerámicas rotas, no para ocultar la herida, sino para resaltarla como parte de la historia. Así también el alma: no se sana negando la pérdida, sino integrándola como parte del camino.
El decaer, visto desde lo simbólico, no es enemigo de la vida, sino aliado del despertar. Nos obliga a mirar más allá de la superficie, a soltar las máscaras, a entrar en contacto con lo que verdaderamente somos. Y lo que somos no se define por lo que poseemos, sino por lo que podemos soltar sin dejar de amar.
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c. Análisis simbólico y filosófico de El viejo, de La Vela Puerca
El viejo, de La Vela Puerca, no es solo una canción: es una confesión poética que abre las puertas de una existencia marcada por la pérdida y la transformación. La figura que habla desde la letra no se presenta como víctima ni como héroe. Es alguien que ha atravesado el tiempo, que ha sentido el cuerpo ceder, que ha sido testigo de despedidas y transformaciones. Y en esa voz quebrada, ya sin urgencia, se expresa una sabiduría que no proviene de la certeza, sino del contacto íntimo con lo real.
Las imágenes evocadas —el temblor de las manos, los retratos antiguos, los nombres que ya no se pronuncian— no pretenden conmover, sino mostrar. El tiempo, que todo lo transforma, se revela aquí como escultor de la conciencia. Lo que antes era impulso, ahora es recuerdo. Lo que antes fue deseo, ahora es contemplación. Pero lejos de ser resignación, es aceptación profunda. El viejo no reniega de su pasado, pero tampoco intenta volver. Sabe que cada época tuvo su color, y que ahora le toca la transparencia.
La canción transmite con sobriedad lo que muchas veces la cultura oculta: la belleza de la fragilidad. Allí donde ya no hay fuerza, puede haber claridad. Donde ya no hay ambición, puede surgir la escucha. El viejo no busca convencer, no quiere enseñar. Solo habla, y en ese hablar hay mundo. Hay una historia de fondo que no necesita contarse para ser sentida. Y ese silencio cargado es lo que hace de esta canción un símbolo tan poderoso.
Lo más hondo de El viejo es que no busca consuelo, pero lo ofrece. No con palabras, sino con presencia. La presencia de alguien que ha sido, que ha vivido, que ha perdido, y que aún así está. En esa persistencia sin lucha se cifra una forma alta de dignidad. No es la dignidad del que triunfa, sino del que permanece. Y en ese permanecer, aún frágil, aún solitario, hay verdad.
La canción también es una invitación. Nos llama a mirar a nuestros viejos, a nosotros mismos, con otros ojos. A dejar de temer al envejecimiento como pérdida y comenzar a verlo como posibilidad. Posibilidad de síntesis, de claridad, de apertura. El tiempo no roba: revela. El cuerpo no traiciona: transforma. Y en esa transformación hay una poesía que solo puede oír quien está dispuesto a escuchar más allá del ruido.
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d. Análisis simbólico y filosófico de High Hopes, de Pink Floyd
High Hopes, en su cadencia melancólica y su vuelo lírico, es un himno al alma que ha caído pero no se ha rendido. La canción no narra una historia concreta, sino que convoca una atmósfera. Desde los primeros acordes se abre un espacio emocional donde la memoria, el deseo y el desencanto se entrelazan. No se trata de nostalgia pura, sino de una tensión entre lo que fue y lo que aún puede ser.
La metáfora del puente quemado recorre toda la letra como símbolo central. Ese puente que ya no se puede cruzar es la imagen de lo irrecuperable, de la inocencia perdida, del vínculo roto. Pero también es lo que empuja a buscar otro camino. Lo quemado no se rehace, pero deja una marca que orienta. No se trata de volver atrás, sino de avanzar con una conciencia nueva. El fuego, en este caso, no destruye todo: ilumina lo que ya no debe repetirse.
El título mismo, High Hopes, no es irónico ni ingenuo. Es un anhelo que conoce el precio de desear. Hay algo sublime en ese deseo que persiste aun sabiendo que no todo es posible. La canción reconoce la pérdida, no la niega. Pero no se instala en ella. La transforma en impulso. Es ese tipo de esperanza que no necesita certezas, que no pide garantías, que se sostiene solo en su fuerza interior.
El sonido refuerza el mensaje. Las campanas, los ecos lejanos, los paisajes sonoros invitan al recuerdo, pero también al movimiento. El tren que se aleja sugiere la vida que sigue, aun cuando no sepamos a dónde va. El viaje continúa, y aunque los pasajeros cambien, aunque las estaciones ya no sean las mismas, hay algo que empuja hacia adelante.
Escuchar High Hopes es entrar en una meditación existencial. Es permitir que la música diga lo que no sabemos decir. Es dejar que lo perdido tenga voz. Y en esa voz, reconocer que la caída no es el final. Que cada ruina puede ser el umbral de algo nuevo. Y que en medio de la disolución, el alma puede volver a cantar.